La batalla cultural

Para José Enrique Ruiz-Domènec, el siglo XX comienza con el conflicto franco-germánico y la derrota del ejército de Napoleón III en Sedan. Un siglo que se demorará hasta la pandemia de la covid en 2020

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Juan Lagardera

Juan Lagardera

¿A qué nos referimos cuando usamos el adjetivo «moderno»? ¿A qué si hablamos de lo «contemporáneo»? Si se busca en el diccionario de la RAE hallaremos una explicación bastante simple, cercana a lo coloquial. Moderno sería lo reciente, y contemporáneo lo coetáneo. Los arquitectos firmarían estas definiciones, los artistas plásticos introducirían matices serios: las vanguardias clásicas serían modernas mientras que lo contemporáneo arrancaría tras la segunda guerra mundial.

Los historiadores, en cambio, refutarían tales ordenaciones. Para la historiografía comúnmente aceptada, lo moderno empieza con el Renacimiento a pesar de tratarse en apariencia de una época de recuperación de la cultura clásica, mientras que lo contemporáneo nace con la Revolución sa a finales del siglo XVIII y llega hasta nuestros días.

Baste este lío de periodizaciones para comprender la relatividad de los conceptos históricos, una materia que modulan los historiadores, grandes protagonistas de la Historia, pues son ellos los que la crean. En este divertido por más que trascendente juego de hacer, construir o escribir la Historia, los profesionales de ésta crean señalizaciones en el camino para dibujar el inicio y el final de acontecimientos, pero también de culturas –como formas de vida y pensamiento– e incluso corrientes de civilización. A veces estamos ante el suceso histórico concreto, otras ante etapas o épocas, hablamos también de ciclos, cortos o largos dependiendo de la perspectiva y el alcance que el historiador quiera analizar.

El pasado siglo XX es un buen ejemplo. Ha sido objeto de amplias controversias, sobre todo respecto de las dos guerras mundiales, que unos autores consideran la misma contienda partida en dos periodos, y otros entienden que separan dos circunstancias históricas distintas. El gran adalid de esta última visión fue un reconocido historiador británico, Eric Hobsbawm, marxista reformista, políglota (incluso hablaba catalán), judío y contemporaneísta. A él se debe considerar el siglo XX con una cronología «corta», pues para Hobsbawm la Primera Guerra Mundial sería el corolario del siglo XIX, mientras que el XX empezaría a partir del nuevo orden surgido de la paz de Versalles para concluir con la caída del Muro de Berlín. O sea que el siglo XX duró en esta versión de 1919 a 1989, apenas setenta años.

Pues bien, para enmendar tal periodización, proponiendo otros mojones historiográficos, ha venido un erudito medievalista español, José Enrique Ruiz-Domènec, cuya tesis considera que la vigésima centuria arrancó en la batalla de Sedan en 1870, la que propició tanto la caída del Segundo Imperio francés como la proclamación de Guillermo I como primer emperador –káiser– de la Alemania unificada, en el más que simbólico salón de los espejos del Palacio de Versalles. Para Ruiz-Domènec, en consecuencia, y siguiendo a otros historiadores como el socialdemócrata Tony Judt, las dos guerras mundiales son dos episodios del mismo conflicto franco-germánico que se multiplica tras la derrota del ejército de Napoleón III en Sedan. Un siglo que se demorará más allá de 1989, hasta la pandemia de la covid en 2020.

En el análisis de Ruiz-Domènec, flamante premio de Cultura de la revista Tendencias, el siglo XX tuvo una «larga» duración, ciento cincuenta años, y vino marcado por una «batalla cultural» sin precedentes, cuyos numerosos episodios y protagonistas más relevantes expone en su último libro, Un duelo interminable: La batalla cultural del largo siglo XX (1871-2021), ensayo de más de 500 páginas, un auténtico torbellino bibliográfico, de reciente publicación por Taurus.

¿Por qué un medievalista la emprende con una época tan cercana? Básicamente porque ha sido la historiografía medieval la que ha modificado los paradigmas en la forma de hacer historia. Frente a las narraciones episódicas más clásicas o a la lógica de las luchas sociales y económicas que impuso el materialismo histórico, fueron los medievalistas agrupados en torno a la revista sa Annales y el College de , quienes abrieron otro camino historiográfico: el de discernir los procesos de creación de los modos de pensar y organizarse por parte de las sociedades. Esos procesos, más visibles y sencillos de recorrer cuanto más se dilatan en periodos largos de tiempo, fueron los que alimentaron a medievalistas de la talla de Fernand Braudel, Georges Duby o Jacques Le Goff, tres gigantes que cambiaron la historia para siempre.

Por eso los medievalistas tienen una óptica adecuada para comprender la genealogía de los acontecimientos de fondo, el fundamento de la comprensión humana que describió Nietzsche como una novela revelada y recorrió Michel Foucault provocando la revolución del genio posmoderno. Hace muchas décadas, en torno a medio siglo, Ruiz-Domènec ya enseñaba a sus alumnos de la Universidad Autónoma de Bellaterra, el camino de «Friedrich el loco» o las historias de la sexualidad y la stultifera navis foucaltiana. No nos ha resultado extraño, todo lo contrario, este ejercicio último suyo sobre el registro contemporáneo.

Ruiz-Domènec desempolva la extensa biblioteca para hacernos ver que ese largo siglo XX ha sido capital para la comprensión del mundo, pues una vez se desató el conocimiento de las «cosas» a partir de la Ilustración al tiempo que cambiaron las formas de vida como consecuencia de la producción industrial y el avance de las ciencias, incluidas las médicas, arrumbada la escolástica y enardecida la política, la aceleración también ha sido determinante para el pensamiento, que se ha vuelto tan inabarcable como universal, profundo y dialéctico.

Obviamente, el desarrollo de las ideas ha provocado y provoca colisiones, hegemonías y dominios. Lo comprobamos a diario en este siglo XXI que, finalmente, ya transitamos como tal, y cuya principal característica está consistiendo en el intento por parte de diversos movimientos políticos para dar la «batalla cultural» contra el liberalismo humanista –que no económico–, instigados, paradójicamente, tanto desde el campo tradicional de la ultraderecha como por la izquierda más ortodoxa, necesitadas ambas polaridades de explicaciones sencillas y lineales, ajenas a la complejidad y la duda. Aunque ahora sin garrotazos ni lavados de cerebro, el «duelo» dura lo que una ráfaga de 30 segundos en Tiktok o la configuración de la IA con tu mismidad que procura llevarte al carrusel infinito de Instagram.

Puesto que la historiografía fue, y es, uno de los cimientos en la construcción de las culturas, la «batalla» de Ruiz-Domènec se inicia en Sedan pero sus primeros protagonistas en el último tercio del XIX son dos historiadores, Jacob Burckhardt y Jules Michelet, autores que discernieron el importante cambio cultural que se produce en el Renacimiento, básicamente estudiando la iconología del arte el primero, a los ensayistas escépticos el segundo. Estamos a las puertas del método genealógico del entonces joven Nietzsche, de su pasión por Wagner y la ruptura con éste a cuenta de la reconstrucción operística de los mitos. Ve la luz el nacionalismo a partir del idealismo alemán, cuya génesis cultural descifrarán más tarde pensadores como Isaiah Berlin o Ernest Gellner.

Hemos iniciado con nuestro profesor un viaje fecundo por la época más documentada y lúcida de la Historia, por la que van a discurrir intelectuales y poetas, músicos –a los que tanto considera Ruiz-Domènec–, artistas, pocos monarcas, políticos y, sobre todo, intérpretes del curso del tiempo, los historiadores. Páginas llenas de brillantes citas, seleccionados aforismos de personajes decisivos… Un festín que incluye avatares personales y académicos por los que un historiador de las mentalidades ha tenido que discurrir en estos últimos cincuenta años en España.

La lección del libro que nos ocupa consiste en que no será posible volver atrás, a la construcción de un mundo sin conciencia. El arte ya no obedece a quien lo promueve, sino a la experiencia vital del artista, y lo mismo ocurre con la alta literatura, incluso con la investigación científica. A la construcción del individuo cuyo rastro desvelamos en el tiempo recobrado de Marcel Proust, solo pudo oponerse el comunismo tratando de crear un objetivismo político basado en la propaganda, un método que imitarían después los diversos fascismos y que aún hoy replican los populistas.

Hannah Arendt le puso sordina tras su relación con Heidegger. «El poder significa un enfrentamiento con la realidad, y el totalitarismo en el poder está constantemente preocupado por hacer frente a este reto». La revolución es pura teatralidad épica como bien señala otro filósofo devenido en historiador, José Luis Villacañas. Los surrealistas y los dadás también lo supieron. La solución de los políticos ante la imposibilidad de vencer culturalmente fue la barbarie del exterminio y la amenaza termonuclear. La filosofía política se impone a la narración novelada. Hemos llegado a las promesas por un futuro idílico en medio de una sociedad de masas cuyas transformaciones espirituales vienen de la mano de nuevos lenguajes y tecnologías, de la música popular al jukebox, del cine a la televisión, de la píldora al amor libre… Foucault, de nuevo, abre sendas en medio de la jungla, y Braudel hace lustros que ha dado a conocer su propuesta de una historia de larga duración.

En plena posmodernidad, la historia alcanza a la imaginación, el psicoanálisis a la cultura y a lo social, el arte deconstruye cuanto encuentra a su paso, la antropología relativiza al propio observador… hasta llegar al penúltimo de los pensadores, Reinhart Koselleck, quien pide una historia de la historia, de las metodologías y de los espejos que reflejan creando conceptos, la somatización o interpretación de los cuales resulta la clave de la comprensión. Conocer es filtrar, hoy más que nunca. Si no ocurre, advierte Ruiz-Domènec, el mundo se conformará con un relato de ficción basado en hechos reales, que deviene falso, puesto que los hechos siempre se presentan con una «envoltura imaginaria» tanto «ideológica como simbólica». Eso es lo que venimos observando.

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