Para seguir viviendo

Desde la primera página sabía que me iba a encontrar con una novela cuya lectura me iría señalando salidas como las de las autopistas. Hacia sitios desconocidos

Para seguir viviendo

Para seguir viviendo / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

«La vida era una colección de preguntas?». Se lo pregunta un niño. El que narra esta historia que conmueve -a veces rabiosamente- a quien la lee. A mí, sin ir más lejos. Ya desde el principio. Una voz que cuenta. Que se mezcla con otras voces. Imperceptiblemente casi siempre. Porque no hay guiones que indiquen diálogos directos. Porque eso de los diálogos-monólogos interiores nunca lo entendí del todo. Aunque a veces creo que yo mismo lo practico. Las gramáticas que muchas veces sujetan la escritura -siempre que no la arruinen estrepitosamente- se me escapan. Lo que no se me escapa es que desde la primera página sabía que me iba a encontrar con una novela cuya lectura me iría señalando salidas como las de las autopistas. Hacia sitios desconocidos. Habitados, esos sitios -un café, una biblioteca, un viaje en barco que transforma al niño en el Ismael adulto de Moby Dick, el desván convertido en una republicana escuela clandestina…-, habitados esos sitios, digo, por personajes que son como deben ser los personajes inmortales de una novela inmortal: de adentro hacia la superficie. Descubriendo poco a poco, desvistiéndose ellos mismos, qué son sus vidas, en qué recodo del camino sin señalizar se quedaron a vivir los sueños y las risas, dónde va a parar lo que no se vive porque nadie te ha dicho nunca que siempre hay un destino para cada cual y para cada cosa.

Tal vez por eso, por los vacíos que llenan muchas veces la memoria y alteran los recuerdos, el niño es un coleccionista de palabras. Que no se quede nada en el tintero de la desmemoria. Que si la guerra, por ejemplo, es contada como una elipsis apenas perceptible, no se quede en la parte oscura de la historia sino que salga destacada en el cuaderno de las palabras que dan sentido a lo vivido, a lo que te cuentan voces anteriores, a lo que entre secretos y miradas a escondidas has ido aprendiendo qué es eso tan raro de la vida.

Y por encima de todo. De lo que se cuenta. De lo que se calla. De lo que sale hacia la luz y de lo que permanece en el ángulo oscuro donde languidecía la música de Gustavo Adolfo Bécquer (¿hay un poeta mejor que haya sido peor leído en nuestra vida?). Por encima de todo lo que nos ofrece este libro inmenso: el padre. El padre del niño que será el narrador de la historia. El que descubrirá que las musas desaparecen para que una vida sea una vida truncada porque si los sueños te los rompen a puñetazo limpio qué hostias haces con tu vida. Yo tuve un padre así. Fue así mi padre cuyos sueños se fueron por las hojas de un juicio militar fascista que lo condenó a no ser nada de lo que quería ser cuando aquí había una República y no la trágica conclusión de una victoria deleznable. El llanto del padre porque es difícil retorcerle el pescuezo a la derrota. A la derrota, sea la que sea. Y la madre, con sus razonamientos que hacían a la familia poner los pies en el suelo. «Es que a veces piensas del revés», le protestaba al marido. Y los personajes que llenan el territorio a veces hostil de los recuerdos. La nostalgia. «La nostalgia es una especie de fiebre repentina… Los recuerdos de la nostalgia son siempre tristes, porque si recuerdas lo bueno te estremece saber que aquello ya pasó, y si recuerdas lo malo no puedes evitar sentir de nuevo la angustia que tanto te afectó». El día en que el niño le pregunta por qué se niega a hablar del pasado, de los recuerdos escondidos en el desván de la memoria. Y el padre: «Sólo recordamos aquello que necesitamos para seguir viviendo». No necesitaba más. Las apuestas difíciles pueden llevarte al desengaño, a descubrir -una vez más- que contarlo todo puede convertirse en el desmoronamiento de la fortaleza familiar, en carne de cañón para el miedo, en la huida de los sueños para buscar refugio en el sitio seguramente equivocado.

«La vida era una colección de preguntas». La curiosidad de la infancia. Escarbar en lo que se calla por los alrededores, escribir en el cuaderno de las palabras las que escucha para que luego -¿cuándo, con qué motivo o circunstancia?- igual le hacen falta para saber por qué su vida será la que es y no otra diferente. Todo preguntas a las que seguirán respuestas que llegan a escondidas porque nadie repara en la presencia insignificante de un niño siempre atento a lo que se dice o a lo que se calla. Porque ese niño conoce el alfabeto que ordena los silencios del padre, sus convulsiones provocadas por la epilepsia o el fracaso, la sensación que le provoca conocer -como si coleccionar palabras le concediera el don supremo del conocimiento en su edad temprana- por dónde andan las preocupaciones del padre siempre presente en este relato que es como un largo, enorme poema sin que el lirismo le reste una coma a su grandeza: «Había equivocado su destino y su brillo era un grito de socorro… Sus musas se habían quedado dormidas en el desván». El tiempo de la infancia también se queda dormido en el que va llenando la edad adulta, cuando llega…

El eco profundo de la mina en esa edad adulta. La seguridad de que algún recuerdo quedará para que no todo sea olvido. «Los viejos se fueron con los pulmones negros y los huesos descompuestos… Los jóvenes marcharon para ser viejos en otra parte». Es la vida. Eso que respira a través de sus personajes inolvidables. Y ese final para apuntarlo con la letra gorda de los relatos invencibles: «Los recuerdos no son idénticos a la realidad. Necesitan pegamentos, soldaduras, colas de o para parecerse a la verdad». O sea, esta novela. Escrita a lo grande. Para leerla igualmente a lo grande. Fue esa mi lectura. Ojalá que también la de ustedes. Ojalá.

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