Mensaje en una botella
Leer a Rafael Reig cuando habla de Almudena Grandes no necesita más que una cosa: meterte a tope en la lectura, ir pasando páginas y recuerdos compartidos.

Almudena Grandes / José Luis Roca
Es la primera vez que en un libro no dejo un sólo subrayado. Casi siempre hay más rayajos que palabras. Unas veces para bien y otras para mal. Recuerdo que hace años estaba leyendo -por imperativo moral de un amigo entendido en el asunto- uno de los títulos de un escritor considerado por la crítica la estrella española del mundo mundial. No me interesaba nada lo que se contaba en la novela. Una marcianada total. Como si el escritor estrella del mundo mundial no fuera de este mundo. Llegó un momento en que no pude más. Estaba hasta el gorro de soportar una escritura en que no había una sola frase bien construida. Y llegó el momento del hartazgo: subrayé una de las frases y en el blanco de la página, a la derecha, escribí con letra cabreada: ¡Burro! Y ahí se quedó el exabrupto. Ya está bien de tomaduras de pelo en nombre de la gran literatura. ¡Ay, la gran literatura! Con lo bien que se lo pasaba Onetti en su cama casera de hospital con el whisky y las novelitas populares…
Pues bien, en Lo que sé de Almudena no hay un sólo subrayado. Ni uno. Para qué. Leer a Rafael Reig cuando habla de Almudena Grandes no necesita más que una cosa: meterte a tope en la lectura (seguro que el autor recomendaría que, a ser posible, con un vaso y no precisamente de agua en la mano), ir pasando páginas y recuerdos compartidos, recrearte en una de las escrituras más imprescindibles que conozco, conmoverte sin perder la sonrisa en ningún momento y dejarte caer donde más a mano te venga para que la tierra se hunda y que te importen una mierda ese hundimiento o que le den un día el Nobel a Houellebecq sin que el Jurado se pase una docena de años en la cárcel. Por cierto, hago un paréntesis con lo del Nobel: ¿nunca se lo van a conceder a Pierre Michon? Ahí queda mi humilde sugerencia. Y sigo con Reig y Almudena, que de eso va esto que escribo. Pero es que siempre salen flecos y más flecos cuando se escribe como lo hace el autor de Sangre a borbotones y Manual de literatura para caníbales. O sea, como dios. Me ha hecho gracia que recuerde en este libro cuando él y yo presentamos la primera de esas novelas en València. Entonces nos conocimos. Y lo escribe: «Nos hicimos grandes amigos, sobre todo en nuestros frecuentes viajes por los festivales de Francia». La amistad, Rafael. Eso tan grande, ¿eh que sí?
Una conversación a no sé cuántas bandas con Almudena. El empeño apasionado, casi una obsesión, de un amigo que no va a consentir que nada de lo vivido juntos y por separado sea carnaza para el olvido. «Una compilación de pequeñas cosas que recuerdo», le dijo a su editor cuando le anunció que estaba escribiendo algo, sin saber muy bien todavía de qué trataba la vaguedad de la respuesta. Pequeñas cosas que serán siempre las más grandes, las que más necesitemos en lo que dure nuestra vida para que esa vida -que casi nunca será del todo nuestra- no sea el pozo de los leones. Ese álbum de recuerdos que Rafael Reig guarda en su memoria. Nunca esa memoria se recrea en la tantas veces insana magnitud de la nostalgia. Al revés: si la hay, si hay esa nostalgia en este libro que conmueve hasta las cachas, siempre andará mezclada como los gimlets de Philip Marlowe: todos los ingredientes batidos hasta que cuando te llegue a las tripas te convierta en el mejor detective privado que ha dado la más borracha novelística contemporánea. La ironía de una escritura que cuaja con la que Almudena fue construyendo desde Las edades de Lulú hasta que el cuerpo ya no le daba para más y es ahí donde arranca este libro que hace de la sencillez algo más grande que el estadio de Maracaná, donde marcó Zarra, en 1950, a Inglaterra, un gol más famoso que el de Maradona con la mano que Dios le prestó en el estadio Azteca mexicano, también contra Inglaterra, en el Mundial de 1986. Sin olvidar la nostalgia de la que hablaba Antonio Machado, tan querido por el autor, que recuerda sus versos: «Y no es verdad, dolor, yo te conozco, / tú eres nostalgia de la vida buena».
Si alguien desdecía esa bobada de la inspiración a la hora de escribir, era Almudena. Lo que dice Rafael cuando habla de las reuniones que juntaban a grupos del gremio literario más o menos afines. Ella nunca alargaba las fiestas más de la cuenta. Aunque las alargaba bastante. Y el límite, para Almudena, estaba claro: «Yo nunca le decía nada porque sabía la razón: su férrea disciplina de escritora». Puedo dar fe de eso. Nunca se movía si no era absolutamente necesario. Promociones y otros compromisos parecidos con la editorial, que era tanto como decir con ella misma. El resto era escritura. Su vida era escribir. Ella sabía que me horrorizaban las novelas gordas. Y me dijo que ya iba por las mil, creo que de El corazón helado. Y que aún le faltaba bastante para llegar al final. Una crack de las grandes, Almudena.
El oficio de escribir. Lo dice el escritor: cuando acaba una novela, piensa que lo más importante es lo que se ha quedado fuera. Se lo cuenta a la amiga y lo que dice ella: llega un momento «en que te das cuenta de que tu vida verdadera no está en lo que has vivido, sino en los intersticios, en lo que has ido dejando para luego, lo que has dejado sin vivir…». Nunca, a pesar de todo, se dejó fuera de su vida eso tan raro que es demasiadas veces la amistad, querer a la gente aunque no te la encuentres cada día. Le vuelve a preguntar el editor a Rafael Reig por qué quería escribir ese libro. Y la respuesta: por la amistad por «lo que aprendí a su lado». El mensaje en una botella que nunca se quedará en las tripas gigantescas de Moby Dick. Porque confía Rafael Reig en que este libro «le llegue a la otra orilla en alguna mañana soleada y con mar en calma, donde lo recibirá tan joven como siempre». Y quienes con Almudena Grandes leeremos este libro hermoso, nada llorón ni con la carcoma de la nostalgia haciendo de las suyas. La inabarcable grandeza de la sencillez cuando escribe Rafael Reig sobre su amiga Almu. Sobre nuestra amiga. La de tanta gente. Y cuánto la queríamos…
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