Opinión
El Levante UD y el espíritu del 26 de mayo
La grada de Orriols vive un cambio generacional y, como todos los cambios, conlleva una ruptura cultural: esta afición ha dejado de tener pánico a la derrota

Carlos Álvarez, tras el ascenso en Burgos, el 25 de mayo. / Francisco Calabuig
Hay momentos con la virtud de explicar el signo de los tiempos. Mi momento en clave granota fue el minuto 85 del partido en Burgos, tras el 2-2 de Brugué. Con un ojo en el móvil y otro en el partido, me puse a gritar: “¡Defensa, defensa!”. El Mirandés asediaba al Almería, así que el empate nos mantenía en ventaja en la lucha por el ascenso. Todo se resolvería en casa contra el Eibar.
A mi alrededor, sin embargo, cientos de jóvenes empezaron a gritar como posesos: “¡Sí se puede, sí se puede!”. Yo, con la mochila cargada de traumas, pedía conservar; ellos, ligeros de equipaje, inmunes a la herida de Villalibre que hubiera tumbado a otra generación, lo querían todo y lo querían ya. El Levante ha cabalgado una ola de entusiasmo desde el primer día, así que afortunadamente nadie me hizo caso. El resto ya es historia.
Después de lo vivido en Burgos, y especialmente en la plaza del Ayuntamiento el 26 de mayo, regreso a ciertos datos que avanzó este periódico hace un año. Nuestra grada, históricamente envejecida, tiene hoy un media de edad de 36 años. Hay más de mil niños menores de 10 años en el Ciutat; y más de un tercio de abonados nacieron a partir de 1999, fecha del último ascenso a Segunda, con lo que solo han conocido un club en Primera o luchando por ascender.
El censo del pueblo de Orriols explica este momento: una grada insultantemente joven, libre de fantasmas, desacomplejada y exigente. Es un cambio generacional. Y, como todos, conlleva una ruptura cultural: esta afición ha dejado de tener pánico a la derrota, y se rebela contra los cataclismos y los malos augurios.
Todos nos hemos quedado a vivir en Burgos, pero debemos regresar para extraer algunos aprendizajes. El primero es que hay una legión de chavales deseosos de participar de experiencias comunitarias, de engancharse a lo local en un tiempo de aislamiento digital. Lo hemos vivido este año en la multitud de desplazamientos masivos allí donde hace casi nada apenas llevábamos unas decenas de seguidores. Lo llevamos viendo en realidad desde hace años en la mayoría de estadios de segunda, de gradas llenas, derbis vibrantes, y resistencia a ese fútbol negocio que iba a terminar con la pasión local. Todo eso se sustancia en el espíritu del 26 de mayo, en una plaza del Ayuntamiento, el corazón de la ciudad, copada de levantinismo como jamás la vimos. Se puede alcanzar los 20.000 socios en Primera, no tiene ningún mérito. Lo trascendental es elevar la implicación de estas nuevas generaciones a un grado jamás visto.
La segunda lección de este año es que la vía más rápida para consolidar este crecimiento cualitativo es asentarse en el triángulo club-territorio-comunidad. Si nos quedamos con mantras como el espectáculo, el ‘hospitality’ y el ‘show bussiness’ estamos condenados a la irrelevancia. Un club perfectamente vulgar intercambiable por otro cualquiera. Lo que mueve y moviliza es un club vivo en su tejido urbano. Que planta su bandera en el mapa, reivindica el espacio público en los barrios y pueblos de referencia, y acude a la llamada cuando ocurre una dana, cuando nos destroza una tragedia como la de Campanar, cuando nos conmueve una historia como la de Leandro Molero, el socio afectado por un ictus al que un gol del Levante 'ha devuelto la vida'. Ese es el otro ascenso de este año. Algo tan antiguo y tan moderno como la cultura de club. Algo tan viejo y tan joven como nuestras gradas. Es la mejor bandera para el regreso a Primera.
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