Opinión | Algo personal
La librería
Se llama Jitka y tiene casi cien años. La aldea de la montaña apenas reúne cuatro casas mal contadas. Muchos años atrás, la mujer había llegado de Praga, la ciudad donde nació Franz Kafka, un escritor al que ella iraba desde que aprendió a leer en el regazo de su abuela. Ya ni recuerda el nombre de su abuela. El tiempo es un grumo opaco en su cabeza. Para Jitka el tiempo es lo que recuerda, los sitios donde vivió antes de llegar al pequeño pueblo que la acogió en lo más alto de la Serranía, primero con recelo y al cabo de unas semanas como una pobladora más de un mundo que parecía surgido de las sombras. A sus cien años, se dice en la comarca que a quienes se pierden por aquellas trochas intransitables los acoge en su casa y les cuenta una historia.

LA LIBRERÍA / Alfons Cervera
Ya había pasado el medio siglo cuando llegó. Una casa deshabitada al final de la calle, rozando la espalda el primer ribazo del monte. Entró en la casa, dejó los pocos trastos que guardaba en un hato de tela muy gastada y limpió el suelo con un bucle de aliagas bien punchosas. Cargó un pozal en el río y roció la casa como si fuera un cura aventando una noticia de los cielos oscuros. Luego sacó del hato una tabla de pino y la clavó en el marco de la puerta. En la tabla había escrita una palabra: Librería.

LA LIBRERÍA / Alfons Cervera
Con un tizón arrancado a la lumbre del invierno dibujó en las paredes de yeso las estanterías. El escaso vecindario la miraba con extrañeza. Un día entró una de las vecinas que tendría casi sus mismos años y le preguntó dónde estaban los libros y que por qué había llenado de rayajos las paredes de la casa. Entonces, Jitka la sentó en una silla de enea y le contó la historia de una joven huérfana que trabajaba de institutriz en la mansión de Thornfield Hall y por las noches escuchaba gritos en los altos de la casa. Se enamoró del dueño de la mansión, Edward Rochester, y luego descubriría que los gritos eran los de su esposa que se había vuelto loca al poco o tal vez antes de casarse… La vecina no se movió de la silla hasta que llegó el final de la historia. Otro día fue un hombre muy mayor quien escuchó, mientras tomaban un vino de poso oscuro, los paseos que al caer la noche daba un poeta borracho de absenta por las calles de París. El Mal a veces es una obra de arte, le dijo Jitka al hombre, que miraba las estanterías como si de repente estuvieran llenas de libros. Otra vez llegaron dos viajeros que se habían extraviado por las sendas boscosas y una hogaza de pan les sirvió para acompañar la historia de un niño que escapaba de los piratas para encontrar una isla donde vivir como si fueran reales los sueños de la infancia. Una noche de verano Jitka se removía intranquila en el colchón de vainas de panoja, y al día siguiente les contaba a María y Francisco que cuando despertó se había convertido en un escarabajo de cien patas por lo menos. Fue ése, entre todos los demás, el libro que más les había gustado desde que Jitka empezó a llenar las estanterías con libros imaginarios. Bueno, y aquel otro en que un crío listo como el hambre perdía la inocencia intentando engañar pícaramente a los amos que fue teniendo en su azarosa vida hacía muchísimos años, incluso siglos.

LA LIBRERÍA / Alfons Cervera
Un día llegó una excursión para visitar la librería de Jitka. Se había corrido la voz de que existía una librería tan lejos de todas partes y llegaban en un autobús que tuvo que aparcar al pie del bosque de sabinas. Cuando se asomaron al interior, pensaron que les habían tomado el pelo. Y le dijeron a Jitka, medio mosqueados, que pensaban que allí encontrarían los mejores libros, como los del Premio Planeta y otros muy conocidos, y que habría allí escritores y escritoras de relumbrón para que se los dedicaran. A Jitka se le llenó el cuerpo de risa y sólo pudo decirles que se habían equivocado de librería, que la librería que ellos buscaban estaba en otro pueblo lejos de la aldea y que en la suya sólo había libros surgidos de los sueños. Nunca los verán en la tele ni obtendrán de sus autores una dedicatoria, les aclaró antes de invitarles a que se sentaran en el suelo, bien barrido y arrujiado hacía unas horas. Luego, se sentó a la lumbre y empezó una historia: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»…
No se sabe si los de la excursión se fueron a buscar los Premios Planeta a la librería de los famosos, o si por el contrario se quedaron a seguir leyendo los libros que Jitka ponía a su disposición en su pequeña librería de la montaña. Bueno, yo sí que sé lo que hicieron. Pero eso es ya otra historia y a lo mejor otro día se la cuento a ustedes, ¿vale? Pues eso.
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