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No, no voy a opinar sobre el genocidio

Sara Fernández
Vicent Soriano
Imposible arreglarme el día. Los cambios de humor de las personas se miden por los gustos y disgustos que se producen en circunstancias normales o anormales y no somos capaces de controlar lo que sería una nueva maravilla del ser humano.
Cabrearse o dejar de cabrearse en cuestión de segundos debería formar parte de los genes que nos llenan de imaginación y de locuras transitorias. Pues arreglados estamos si tenemos que dejarlo todo en manos de lo divino cuando lo humano nos sobrepasa. Pues vaya mierda tener que convivir con estas sensaciones que nos importan en gran parte, pero si se observa desde el congelador del quehacer diario, poco tenemos que ganar si no es la mala leche repentina.
No, no voy a opinar sobre el genocidio en Gaza, donde unos cuantos tarados se ponen a matar por el placentero gusto de hacerlo y por aquí el cabreo no tiene límites y las preguntas del por qué de esta locura no tienen respuesta. Pero observar cómo desde los despachos y los sillones de piel de cordero el lamento es la canción de días y noches, no deja de ser una paradoja asquerosa. No, no voy a escribir sobre la sangre derramada que se muestra en imágenes de blanco y negro, para no escandalizar al personal. Cómo penetran los gritos y las lágrimas de quienes están condenados a morir tarde o temprano con sus hijos en brazos, preguntándose qué hicieron para provocar este odio. No voy a escribir porque terminaron de parirse las letras negras que ensucian el folio blanco de la impotencia. Debería provocarse una reacción en cadena y decir que ya basta, que ya es suficiente tanta maldad. Ellos no saben que ocurre, no saben por qué tienen hambre, por qué no pueden beber un vaso de agua y por qué sienten el olor a podrido de la sangre derramada por las calles de la tristeza y el silencio más sobrecogedor que jamás pudieron imaginar.
No, no voy a escribir sobre la sensación de asco que me provocan algunas sonrisas miserables que deberían cortarse de raíz. Que estemos lejos no importa si no somos capaces de dejar de provocar muertes y muertes día tras día. Allí la vida no vale nada, aunque a decir verdad, podría valer un puñado de arroz o una tirita salvadora que detenga la hemorragia ante cualquier ataque traicionero, preferiblemente a escuelas y hospitales, allí donde más duele y donde las cicatrices son señal inequívoca de que todo es miseria y no merece la pena vivir entre escombros o debajo de ellos. Las manos duras y callosas ya no pueden impedir traicioneros ataques nocturnos acompañando el sonido de las sirenas. Son días y más días con la misma canción compuesta entre dolor y silencios. Nada importa cuando la muerte venga a visitarnos y más aún cuando la visita sea constante en esas tierras destrozadas por un grito interminable. Solo uno, pero traicionero y cobarde. Nos levantamos de hombros y ese dolor en el pecho que se hace crónico nos acompaña un rato maldecido, hasta que el medicamento de la indiferencia hace su efecto y mañana un poco más.
Imposible arreglarme el día, a menos que piense en un circo acrobático de China o un homenaje a The Beatles. Eso puede calmar pero seguro que no cura. Meter esto en una ciudad histórica y monumental, desde 1250, da un poco de yuyu. En fin… Al tiempo veremos los resultados palpables de cosas tan incomprensibles.
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